El 25 de mayo, un tornado clasificado como F-1, de intensidad moderada, golpeó Puerto Varas, provocando heridos y generando múltiples daños en la infraestructura de la ciudad. Entre el miedo y el desconcierto de la población, la comunidad y las autoridades se movilizaron rápidamente para brindar apoyo a los afectados y garantizar la seguridad de la comuna.
Al día siguiente, con la misma urgencia, se observaron equipos municipales y regionales, carabineros, militares y voluntarios desplegados en terreno: registrando daños, limpiando calles y veredas, y apoyando el despeje de viviendas. Se respiraba un aire de solidaridad y se observaba un propósito común.
Este tornado no estaba en la memoria colectiva de los puertovarinos. Según el Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR2), Chile ha experimentado tan solo 98 tornados y trombas marinas desde 1554. De este total, el 79% han ocurrido en lo que va de este siglo. No estamos acostumbrados a estos fenómenos, pero debemos comenzar a prepararnos porque en el contexto del cambio climático, estos eventos serán cada vez más frecuentes.
Hoy, Chile cuenta con tecnología para prevenir, dimensionar y mitigar eventos naturales como tsunamis, terremotos o erupciones volcánicas, pero estamos atrasados en instrumentos que nos permitan prever y reaccionar ante tornados. La tecnología y el conocimiento existen; necesitamos aprender de otras experiencias para adaptarlas a nuestra realidad. Pero esta discusión no se agota aquí, hay una dimensión igual o más importante, que proviene del mismo origen que estos eventos extremos: la naturaleza.
En el Día Mundial del Medio Ambiente, es importante resaltar el rol de los ecosistemas naturales en la mitigación y adaptación de territorios y comunidades ante eventos climáticos extremos. Un ecosistema sano brinda funciones vitales,como la regulación del clima, la purificación del agua, la absorción de CO₂, la polinización, la prevención de inundaciones y erosión, además de ser refugio de biodiversidad (Acción por el Clima, ONU).
Un humedal costero, por ejemplo, actúa como amortiguador natural frente a inundaciones y tsunamis (RAMSAR). Riberas de ríos, bosques de tierras altas y humedales continentales ayudan a prevenir la erosión tras las tormentas y pueden crear zonas de amortiguamiento ante tornados (WRI). Por el contrario, los paisajes naturales degradados solo intensifican los impactos, aumentando la vulnerabilidad de nuestros territorios y comunidades.
Es indudable que debemos invertir en tecnología, pero también lo es la urgencia de conservar y restaurar nuestro patrimonio natural. Especialmente en las ciudades, donde se concentra la mayoría de la población y donde las lógicas de planificación urbana han priorizado la infraestructura gris, la cual es menos flexible y adaptable frente a eventos extremos.
Con la misma energía, solidaridad y propósito común que vimos tras el tornado, debemos avanzar en la protección de nuestros ecosistemas naturales y en la incorporación de soluciones basadas en la naturaleza para enfrentar los desafíos urbanos. Planes comunales de adaptación al cambio climático, planes reguladores, de infraestructura verde, de gestión de humedales urbanos o de drenaje sostenible son oportunidades concretas para cambiar las lógicas de planificación y avanzar hacia ciudades más resilientes. Pero no basta con llenarnos de planes y políticas, se necesitan liderazgos fuertes que sean capaces de articular esfuerzos y voluntades para implementarlas. También es fundamental fortalecer la educación ambiental en nuestras comunidades para conectar con nuestros ecosistemas y comprender su valor.
El futuro sigue estando en observar, comprender e inspirarnos en la naturaleza para soñar y diseñar nuestros territorios. Solo así podremos ser verdaderamente resilientes frente a los desafíos del cambio climático.
Verónica Irarrázabal
Fundación Legado Chile